La actividad será un trabajo de reconstrucción de la memoria histórica de la escuela a través de la familia.
Bueno, para empezar, tengo por desgracia poca información
que aportar acerca de las experiencias vividas por mis abuelos en sus años de
colegio, puesto que tres de ellos fallecieron hace años, y mi abuela Encarna, ya octogenaria, no acudió a la escuela. Con sólo
tres años quedó huérfana y marchó a vivir con su tía y abuelo maternos; gente
de poco recursos, que aunque la criaron con todo el amor del mundo, no pudieron
dotarla de una educación escolar. Su abuelo y su tía tenían una pequeña huerta
con la que ganarse la vida, y mi abuela con sólo seis años ya trabajaba en
ella, en las tareas propias del campo y se hacía cargo de las labores del
hogar. Me ha contado en muchas ocasiones, como con cuatro y cinco años, su tía
y su abuelo marchaban a trabajar y ella se quedaba en casa haciendo sopa, que
comían a diario, y se iba al río a lavar. Desde los seis a los nueve, añadió a
estas tareas el trabajo en el campo, y ya con nueve, una vez finalizada la
guerra civil, comenzó a trabajar en una fábrica de harina que entonces había en
Plasencia, en la provincia de Cáceres, y desde esa edad, hasta jubilarse, mi
abuela Encarna no dejó de trabajar.
No tuvo
ocasión de acudir a la escuela porque lo primordial era sobrevivir, no aprender
a leer y escribir, como lo entendían entonces su tía y abuelo; ella suponía una
boca más que alimentar, y sólo podía conseguirse a través del trabajo. A pesar
de ser analfabeta, ha sido siempre una persona muy resuelta capaz de ascender
socialmente, aunque modestamente, de sus orígenes humildes, y gracias a su
sagacidad y picaresca, no ha necesitado de una instrucción académica para
desarrollar plenamente su vida y ser feliz, al menos tal y como ella entiende
la vida. Sus amigas hoy por hoy, no
saben siquiera que es analfabeta, porque como ella dice; “si se me olvidan las
gafas de leer en casa, cómo voy a leer en público; no puedo, porque no veo”, y
a mí esto me hace mucha gracia, porque a pesar de tener ochenta y cuatro
años, conserva una “vista” excelente.
Aunque este breve resumen de la
vida de mi abuela no aporta datos significativos de la historia de la escuela en
los años 30 ó 40, al menos sirve para darnos cuenta cómo hace no tanto tiempo
en este país, entendido en un contexto de tiempo histórico, los niños podían no
acudir a la escuela y no había servicios sociales, o un seguimiento por parte
del Estado, como actualmente, que velara por el derecho a la educación que
tenemos todos los ciudadanos. Tengo la total convicción de que si mi abuela
Encarna, con lo inteligente que es y con la capacidad de lucha y sacrificio que
siempre ha tenido, hubiera podido tener acceso a una educación, a unos
estudios, habría llegado muy lejos, aunque no sé si con eso hubiera sido más
feliz; esa capacidad prefiero otorgársela a la virtud de la templanza que no
todos poseemos, y sin duda mi abuela, sí.
Como acabo
de hacer referencia, la escolaridad de un niño no era obligatoria (sí en la
teoría, pero no en la práctica), en esos años políticamente convulsos para
España. Aunque estaba en vigor la conocida como Ley Moyano de 1857, primera Ley de Instrucción Pública de nuestro
país, en donde se declaraba obligatoria la enseñanza primaria de los 6 a los 9
años, se permitía que se adquiriera también en el hogar además de en las
escuelas, de tal manera que esta condición de escolarización obligatoria,
entendida como un derecho a la formación y desarrollo integral de una persona,
lo era sólo en tanto lo permitían los límites reales existentes. Por tanto, el
ambiente social poco propicio, la escasez de medios económicos de forma
persistente, la pasividad de las
autoridades locales que debían aplicar las disposiciones de la Ley Moyano, y el
poco interés de las familias socialmente más desfavorecidas al no ver la utilidad
inmediata que reportaba la asistencia de la escuela, frenaban la puesta en
práctica de lo legislado, y los índices de escolarización y asistencia a la
escuela eran muy bajos.
Todas estas
circunstancias explicadas de forma general son las que influyeron en la vida de
mi abuela de forma particular, que al igual que otros muchos niños de su
generación, no acudieron a la escuela a pesar de vivir en localidades donde por
suerte, existía una.
A
continuación pasó a relatar la experiencia escolar de mi madre, de la que mi
abuela Encarna, su madre, se preocupó por ofrecerle.
Mi madre, nació en 1956 en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en el seno de una
familia humilde y muy trabajadora. A la edad de 6 años comenzó a asistir a la Escuela Graduada Santiago
Ramón y Cajal de Plasencia, conocida entonces popularmente como
“las graduadas”, una de las primeras experiencias en la ciudad de la organización de la enseñanza en grados, según las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, y en el que sólo se escolarizaba a niñas, en donde cursó sus
estudios de Enseñanza Primaria. De esos años en el colegio, mi madre tiene unos
buenos recuerdos, mezclados con la peculiaridad de lo que entonces se consideraba
normal en los centros educativos, y que en algunos niños, como mi madre,
causaba pavor, y es que su maestra de tercer
curso, que era muy severa, a lo que consideraba un mal comportamiento en la clase
o un síntoma de mala educación, respondía pegando con la regla en la mano
abierta, o con tirones de oreja. Es como poco curioso, escuchar estas anécdotas
y asumir que era lo normal de la época, cuando actualmente es inaceptable
absolutamente para un padre o madre, que sus hijos sean castigados físicamente
en el colegio como medida correctiva.
Debido al
mal carácter de esta maestra, mi madre sentía miedo al asistir al colegio, sin
embargo eso sólo le sucedió durante ese curso, puesto que del resto de maestras
que tuvo, sólo tiene buenas palabras hacia ellas. A la que con más cariño
recuerda es a Doña Pilar, de la que dice era muy agradable y dulce, y nunca
pegaba a sus alumnas. Tenía la maestra, según mi madre, una voz prodigiosa, y
le gustaba enseñar las tablas de
multiplicar, ríos de España, etc, cantando. Y aunque no me atrevo a juzgar la metodología empleada por esta
señora, debo asegurar que mi madre aún recuerda los ríos de España y sus
afluentes por cada vertiente a la perfección gracias a esta canción. A parte de
la virtud de cantar bien, la maestra Doña Pilar, según mi madre, explicaba muy
bien, y se tomaba muchas molestias en asegurarse de que todas sus alumnas
siguieran el ritmo de la clase, y no quedaran rezagadas en ningún tema, cosa
que con otras maestras no sucedía, puesto que el ritmo de enseñanza lo marcaba la alumna
más aventajada.
Algo que
también me ha contado, y que se responde a las características del régimen
franquista, es que todas las mañanas, a pesar de ser un colegio público, se
ponían en fila en el pasillo y se rezaba y cantaba una canción a la Virgen
antes de comenzar las clases. Y como futuras mujeres amas de casa virtuosas
(supongo yo) se les enseñaba labores del hogar como el bordado.
La
experiencia de mi padre, es
parecida a la de mi madre, como no puede ser de otra manera, puesto que ambos
nacieron en 1956.
Mi padre me cuenta que él comenzó a acudir a lo que se
llamaba oficialmente párvulos (pero era conocido por todos “escuela de los
cagones”) a la edad de 3 ó 4 años. Después, con 6 años comenzó sus estudios de
Enseñanza primaria, y los cursó en cuatro colegios de localidades distintas,
debido a que su padre era funcionario y debían mudarse frecuentemente.
En el último colegio en el que
estuvo escolarizado, la Escuela Nacional de la Estación Ferroviaria de Valencia
de Alcántara (Cáceres), tuvo un maestro que le apreciaba mucho y que ponía especial
esmero en su formación, Don Marcelino, que habló con mi abuelo paterno y le aconsejó
preparar al chico para la prueba de acceso al instituto puesto que él
consideraba que ya no podía enseñarle más. Y así fue como con diez años mi
padre accedió al bachillerato, donde tras seis años de estudio y dos reválidas,
accedió a los estudios superiores.
De su paso
por la escuela mi padre guarda gratos recuerdos, aunque reconoce que el castigo
físico, si no tenías la tarea terminada o hablabas en clase, como azotar con la
regla en las manos y el “lanzamiento de tizas a modo de proyectil” era frecuente
y entendido entonces como normal; el respeto a la figura del maestro era
absoluto, y si te atrevías a quejarte en casa por este tipo de reprimenda, dice
mi padre que “cobrabas dos veces”, porque era entendido por los padres como que
algo habrías hecho que no debías hacer en el colegio.
Como material de estudio
se utilizaba la “cartilla” para aprender a leer y escribir y después, en cursos
superiores, la Enciclopedia Álvarez,
de primer, segundo y tercer grado, donde se aglutinaba el
temario esencial de
la Enseñanza primaria, cuyos textos eran revisados previamente a su publicación
por la censura franquista. También tenían un libro de lecturas ejemplarizantes,
a través de las cuales se enseñaba valores, modales y buena conducta, y por
supuesto otro libro de catecismo, puesto que la asignatura de religión se
impartía diariamente.
Como mi padre continuó hasta la realización de
estudios superiores, vivió el cambio de ley educativa con la implantación de la
Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de
Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa (LGE), que regulaba y
estructuraba, por primera vez en el siglo XX, todo el sistema educativo español,
dividiéndolo en cuatro niveles: Preescolar, Educación General Básica,
Enseñanzas Medias y Enseñanza Universitaria.