jueves, 17 de abril de 2014

10ª tarea de profundización

La actividad será un trabajo de reconstrucción de la memoria histórica de la escuela a través de la familia. 


   Bueno, para empezar, tengo por desgracia poca información que aportar acerca de las experiencias vividas por mis abuelos en sus años de colegio, puesto que tres de ellos fallecieron hace años, y mi abuela Encarna, ya octogenaria, no acudió a la escuela. Con sólo tres años quedó huérfana y marchó a vivir con su tía y abuelo maternos; gente de poco recursos, que aunque la criaron con todo el amor del mundo, no pudieron dotarla de una educación escolar. Su abuelo y su tía tenían una pequeña huerta con la que ganarse la vida, y mi abuela con sólo seis años ya trabajaba en ella, en las tareas propias del campo y se hacía cargo de las labores del hogar. Me ha contado en muchas ocasiones, como con cuatro y cinco años, su tía y su abuelo marchaban a trabajar y ella se quedaba en casa haciendo sopa, que comían a diario, y se iba al río a lavar. Desde los seis a los nueve, añadió a estas tareas el trabajo en el campo, y ya con nueve, una vez finalizada la guerra civil, comenzó a trabajar en una fábrica de harina que entonces había en Plasencia, en la provincia de Cáceres, y desde esa edad, hasta jubilarse, mi abuela Encarna no dejó de trabajar.  
   No tuvo ocasión de acudir a la escuela porque lo primordial era sobrevivir, no aprender a leer y escribir, como lo entendían entonces su tía y abuelo; ella suponía una boca más que alimentar, y sólo podía conseguirse a través del trabajo. A pesar de ser analfabeta, ha sido siempre una persona muy resuelta capaz de ascender socialmente, aunque modestamente, de sus orígenes humildes, y gracias a su sagacidad y picaresca, no ha necesitado de una instrucción académica para desarrollar plenamente su vida y ser feliz, al menos tal y como ella entiende la vida.  Sus amigas hoy por hoy, no saben siquiera que es analfabeta, porque como ella dice; “si se me olvidan las gafas de leer en casa, cómo voy a leer en público; no puedo, porque no veo”, y a mí esto me hace mucha gracia, porque a pesar de tener ochenta y cuatro años, conserva una “vista” excelente. 
   Aunque este breve resumen de la vida de mi abuela no aporta datos significativos de la historia de la  escuela en los años 30 ó 40, al menos sirve para darnos cuenta cómo hace no tanto tiempo en este país, entendido en un contexto de tiempo histórico, los niños podían no acudir a la escuela y no había servicios sociales, o un seguimiento por parte del Estado, como actualmente, que velara por el derecho a la educación que tenemos todos los ciudadanos. Tengo la total convicción de que si mi abuela Encarna, con lo inteligente que es y con la capacidad de lucha y sacrificio que siempre ha tenido, hubiera podido tener acceso a una educación, a unos estudios, habría llegado muy lejos, aunque no sé si con eso hubiera sido más feliz; esa capacidad prefiero otorgársela a la virtud de la templanza que no todos poseemos, y sin duda mi abuela, sí.
    Como acabo de hacer referencia, la escolaridad de un niño no era obligatoria (sí en la teoría, pero no en la práctica), en esos años políticamente convulsos para España. Aunque estaba en vigor la conocida como Ley Moyano de 1857, primera Ley de Instrucción Pública de nuestro país, en donde se declaraba obligatoria la enseñanza primaria de los 6 a los 9 años, se permitía que se adquiriera también en el hogar además de en las escuelas, de tal manera que esta condición de escolarización obligatoria, entendida como un derecho a la formación y desarrollo integral de una persona, lo era sólo en tanto lo permitían los límites reales existentes. Por tanto, el ambiente social poco propicio, la escasez de medios económicos de forma persistente,  la pasividad de las autoridades locales que debían aplicar las disposiciones de la Ley Moyano, y el poco interés de las familias socialmente más desfavorecidas al no ver la utilidad inmediata que reportaba la asistencia de la escuela, frenaban la puesta en práctica de lo legislado, y los índices de escolarización y asistencia a la escuela eran muy bajos.
   Todas estas circunstancias explicadas de forma general son las que influyeron en la vida de mi abuela de forma particular, que al igual que otros muchos niños de su generación, no acudieron a la escuela a pesar de vivir en localidades donde por suerte, existía una.
    A continuación pasó a relatar la experiencia escolar de mi madre, de la que mi abuela Encarna, su madre, se preocupó por ofrecerle.
   Mi madre, nació en 1956 en Plasencia, en la provincia de Cáceres, en el seno de una familia humilde y muy trabajadora. A la edad de 6 años comenzó a asistir a la Escuela Graduada Santiago
Ramón y Cajal de Plasencia, conocida entonces popularmente como “las graduadas”, una de las primeras experiencias en la ciudad de la organización de la enseñanza en grados, según las ideas de la Institución Libre de Enseñanza, y en el que sólo se escolarizaba a niñas, en donde cursó sus estudios de Enseñanza Primaria. De esos años en el colegio, mi madre tiene unos buenos recuerdos, mezclados con la peculiaridad de lo que entonces se consideraba normal en los centros educativos, y que en algunos niños, como mi madre, causaba pavor, y es que su maestra de tercer curso, que era muy severa, a lo que consideraba un mal comportamiento en la clase o un síntoma de mala educación, respondía pegando con la regla en la mano abierta, o con tirones de oreja. Es como poco curioso, escuchar estas anécdotas y asumir que era lo normal de la época, cuando actualmente es inaceptable absolutamente para un padre o madre, que sus hijos sean castigados físicamente en el colegio como medida correctiva.
   Debido al mal carácter de esta maestra, mi madre sentía miedo al asistir al colegio, sin embargo eso sólo le sucedió durante ese curso, puesto que del resto de maestras que tuvo, sólo tiene buenas palabras hacia ellas. A la que con más cariño recuerda es a Doña Pilar, de la que dice era muy agradable y dulce, y nunca pegaba a sus alumnas. Tenía la maestra, según mi madre, una voz prodigiosa, y le gustaba enseñar las tablas de multiplicar, ríos de España, etc, cantando. Y aunque no me atrevo a juzgar la metodología empleada por esta señora, debo asegurar que mi madre aún recuerda los ríos de España y sus afluentes por cada vertiente a la perfección gracias a esta canción. A parte de la virtud de cantar bien, la maestra Doña Pilar, según mi madre, explicaba muy bien, y se tomaba muchas molestias en asegurarse de que todas sus alumnas siguieran el ritmo de la clase, y no quedaran rezagadas en ningún tema, cosa que con otras maestras no sucedía, puesto que el ritmo de enseñanza lo marcaba la alumna más aventajada.
    Algo que también me ha contado, y que se responde a las características del régimen franquista, es que todas las mañanas, a pesar de ser un colegio público, se ponían en fila en el pasillo y se rezaba y cantaba una canción a la Virgen antes de comenzar las clases. Y como futuras mujeres amas de casa virtuosas (supongo yo) se les enseñaba labores del hogar como el bordado. 
 
   La experiencia de mi padre, es parecida a la de mi madre, como no puede ser de otra manera, puesto que ambos nacieron en 1956.
   Mi padre me cuenta que él comenzó a acudir a lo que se llamaba oficialmente párvulos (pero era conocido por todos “escuela de los cagones”) a la edad de 3 ó 4 años. Después, con 6 años comenzó sus estudios de Enseñanza primaria, y los cursó en cuatro colegios de localidades distintas, debido a que su padre era funcionario y debían mudarse frecuentemente.    
   En el último colegio en el que estuvo escolarizado, la Escuela Nacional de la Estación Ferroviaria de Valencia de Alcántara (Cáceres), tuvo un maestro que le apreciaba mucho y que ponía especial esmero en su formación, Don Marcelino, que habló con mi abuelo paterno y le aconsejó preparar al chico para la prueba de acceso al instituto puesto que él consideraba que ya no podía enseñarle más. Y así fue como con diez años mi padre accedió al bachillerato, donde tras seis años de estudio y dos reválidas, accedió a los estudios superiores.
   De su paso por la escuela mi padre guarda gratos recuerdos, aunque reconoce que el castigo físico, si no tenías la tarea terminada o hablabas en clase, como azotar con la regla en las manos y el “lanzamiento de tizas a modo de proyectil” era frecuente y entendido entonces como normal; el respeto a la figura del maestro era absoluto, y si te atrevías a quejarte en casa por este tipo de reprimenda, dice mi padre que “cobrabas dos veces”, porque era entendido por los padres como que algo habrías hecho que no debías hacer en el colegio.
   Como material de estudio se utilizaba la “cartilla” para aprender a leer y escribir y después, en cursos superiores, la Enciclopedia Álvarez, de primer, segundo y tercer grado, donde se aglutinaba el
temario esencial de la Enseñanza primaria, cuyos textos eran revisados previamente a su publicación por la censura franquista. También tenían un libro de lecturas ejemplarizantes, a través de las cuales se enseñaba valores, modales y buena conducta, y por supuesto otro libro de catecismo, puesto que la asignatura de religión se impartía diariamente.
   Como mi padre continuó hasta la realización de estudios superiores, vivió el cambio de ley educativa con la implantación de la Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Educativa (LGE), que regulaba y estructuraba, por primera vez en el siglo XX, todo el sistema educativo español, dividiéndolo en cuatro niveles: Preescolar, Educación General Básica, Enseñanzas Medias y Enseñanza Universitaria.

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